No soy aquel cuerpo
que enterraron en aquella tumba
recortada de las necrológicas de un sábado
siguiendo la línea de puntos que dirigen
a las manos diestras que blanden las tijeras.
No soy aquel cuerpo, aquel antes,
aquella anécdota, aquel destino;
lo que sucede es que es un poco distinto
dicen los enterradores,
DIS-TINTO;
dis-parejo; a-jeno; des-emejante;
dis-gusto; dis-yunto; di-verso; dis-cordante;
dis-frazado; dis-torsionado; im-preciso; dis-onante;
DIS-TODO.
Soy dis-turbio
soy dis-antes;
Un después.
Nada tengo que ver con aquel cuerpo
al que lloran los domingos en misa
con una flor en la mano y en el fondo de la lengua
restos de hipocresía;
Que vuelva a ser el de antes
exigen las marionetas que me asfixian.
Que vuelva a ser el de antes…
Mis demonios se manifiestan
en la fractura gramatical que me fragmenta.
¿El exorcismo?
Es un fracaso.
Siempre lo es:
Dejo entrar a Jesús en mi corazón
como si mi pecho fuera un bar del lejano oeste;
la barra está cerrada, el suelo turbio,
salpicado con los cadáveres de los atributos
que compraron para mí en alguna feria de normalidades;
Jesús dura menos que el beso de Judas,
se caga encima y escapa
por la línea de puntos que perpetúa su dolor.
Así cada vez,
cada maldita vez.
Mamá no sólo le llora a aquel cuerpo,
sino que también le llora a otra muerte
la de mi Abuela
que murió por ausencia de Dios.
Mi Abuelo, que vive encerrado en un tango
agrio, desvencijado, áspero,
sale de la botella, a veces, para repetirme “la verdad”:
Dios no está por tu culpa.
Mancha de fatal intertextualidad de nada,
“la verdad” nunca es mi verdad.
“La verdad” es condena eterna
a las tijeras hambrientas
por dar forma a este dis-turbio que soy, que seré.
Dios se fue de la ciudad porque le das vergüenza
repite y repite mientras se deja caer sobre la línea de puntos
que sostiene mi casa, la casa que mis padres recortaron
de una revista de arquitectura de invisibilidad asintomática
cuando pensaban en otra línea:
el futuro,
MI FUTURO.
Pero ya no pertenezco más a ese mañana,
ese era aquel cuerpo, el de antes,
que nació siendo una idea de catálogo de Ikea,
un cuerpo delineado por p U n t o s por los cuales
ya han pasado demasiadas tijeras
siguiendo instrucciones de moldes de moda
que había en los revisteros de mi Abuela.
Cada tanto, a mis espaldas y obligado por los enterradores,
Jesús vuelve a entrar en mi corazón.
Pobre tipo. Qué trabajo de mierda que le tocó;
Profetizar, morir, resucitar,
entrar en el corazón de los que no lo quieren.
Debería entrar yo en Jesús.
Salvarlo del padre, de los fans, de las iglesias
que lo condenan a vivir en aquel cuerpo,
el cuerpo del calvario eterno.
Pero Jesús no quiere ser dis-turbio,
un después.
Esta vez no sobrevive.
Se lo consume mi corazón
enfermo de pastillas para resucitar.
Debería vomitarlo.
Quitarme la vergüenza, la disparidad, las culpas
que ya no me pertenecen porque ya no soy
aquella voz que callaba a la hora de las píldoras
que tragaba para no escuchar
el ruido de las tijeras en mis contornos;
Porque ya no soy aquel cuerpo, calvario,
clavos sangrantes sobre fotocopias de familiares.
Soy Euphoria.
La piedra que hace añicos
el binocular que nos distancia.
Soy Euphoria.
La identidad que construyo
mientras borro la línea de puntos
que sostiene la idea de aquel cuerpo
que mis padres recortaron de la biblia.
Soy Euphoria,
el fuego que incendia la cruz
donde se purgan los pecados
que compraron para toda mi vida.
SOY EUPHORIA.

Soy disturbio.

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